martes, 16 de abril de 2019

Marisa Sicilia presenta... Lo que arriesgué por ti

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Hola! En tan solo una semana ya estará disponible en papel la historia de Dmitri, un personaje que conocimos en Nadina y que tantas luces y sombras nos pareció que tenía llegará con su propia historia dispuesto a redimirse y conquistarnos. Si no podéis esperar ni un minuto más después de leer el comienzo de la novela a continuar con ella, mañana mismo, 17 de abril, estará disponible en digital!!

Quiero agradecer a Marisa, primero, estas historias tan intensas cargadas de matices y con unos personajes inolvidables y, segundo, la oportunidad de publicar el primer capítulo de Lo que arriesgué por ti para ir poniéndonos en situación y aplacar un poco las ganas de que llegue el día 24.

Aquí os dejo, pues, con el inicio de la historia de Dimitri:



C A P Í T U L O  1

El cielo es gris porque aún no ha amanecido, pero no se trata solo de la luz. Todo cuanto le rodea tiene el mismo tono áspero y apagado, las calles arrasadas, los edificios desmoronados tras años de guerra. No hay el menor rastro de vegetación y ni los mismos pájaros se atreven a quebrar el manto de silencio que envuelve Grozni.
Avanza con paso rápido a pesar de la sensación de peligro que sobrevuela el ambiente. El ataque podría llegar en cualquier momento, desde detrás de los restos del coche incendiado o a través de las sombras de una ventana. Nota el peso del Kalashnikov entre las manos y se siente algo más seguro.
El lugar aparece al doblar una esquina. Vuelve a experimentar la misma intranquilizadora desazón y se gira para comprobar que nadie le sigue. El paisaje está inmovilizado, es una foto fija de la destrucción, y al contemplarlo le asalta cierta sensación de irrealidad, la seguridad de que se halla en un territorio al margen de la lógica o la cordura.
Se acerca a la puerta improvisada. Un tablón sin cerradura ni bisagras resguarda dos habitaciones milagrosamente intactas en un edificio con los forjados perforados por las bombas de racimo arrojadas por la aviación.
—Adelante, adelante —repite una voz desde el interior.
Hay una mujer recostada sobre un sofá. Un gato escuálido salta de su regazo. Eriza el lomo y le enfrenta agresivo. Ya ha ocurrido otras veces. Ese gato le odia, le sacaría los ojos si pudiera. Ha visto con demasiada frecuencia el rencor en los rostros de los vencidos como para no reconocerlo. Las miradas de quienes se ensañarían a conciencia con su cuerpo, lo acribillarían, lo despellejarían vivo, le harían pedazos si tan solo les diese la más mínima oportunidad.
—Te esperaba.
El aspecto de la mujer es avejentado. Tiene el pelo gris, ralo y sucio. Hace meses que no se lava. Está la mayor parte del tiempo ebria. Y con todo, es lo mejor que ha conseguido encontrar.
—¿Ha ido bien? ¿Algún problema?
—Ningún problema. Pasa, entra a verla. No ha salido en todo el día. Ha sido una buena chica, muy buena.
—¿Seguro? ¿No ha salido? ¿En todo el día? —pregunta con una mirada gélida, avasalladora. Le sale sin dificultad. Aprendió el gesto al entrar en el Ejército y lo ha ido perfeccionando desde entonces. Le fue útil para sobrevivir a los entrenamientos y a los camaradas no amistosos, para sobrevivir a la guerra. Para sobrevivir.
—Seguro. No se ha movido de la habitación. —Lo dice convencida, pero todo lo que hace es beber vodka y dormir. ¿Cómo va a saber lo que ocurre durante las horas que pasa inconsciente?
Avanza hacia el interior y el gato enarca el lomo y bufa aún más hostil. El pelaje negro de punta y los ojos convertidos en inquietantes ascuas amarillas.
—Ocúpate de ese animal o lo haré yo —dice en un tono que no deja lugar a dudas acerca de sus intenciones.
La mujer se apresura a cogerlo. El animal se revuelve, lucha por liberarse y le araña el pecho. Ella trata de apaciguarlo y no lo suelta a pesar de las uñas clavadas en la piel.
—Es un amigo, Misha. Un amigo.
Se le ocurre que lo mejor que la mujer podría hacer con ese gato es buscar un pozo y arrojarlo dentro, pero ¿quién es él para juzgar los afectos de otros?
—Vete. Y llévatelo —ordena, y le da unos pocos rublos que la mujer guarda entre sus senos marchitos.
—Vamos, Misha. Daremos un paseo —dice antes de abandonar su refugio para enfrentarse a la madrugada espectral de Grozni. Usará el dinero para comprar alcohol y, si alguien intenta robárselo, no solo tendrá que lidiar con ella, también deberá enfrentarse a Misha.
Se queda solo y la vista se le va hacia la puerta de la única otra habitación. Empuja la hoja y la atmósfera cambia. Es algo tangible. Está oscuro, no hay ventanas, pero la temperatura es más cálida y en el aire flota un perfume débil, dulce, un hálito que se le impregna en la piel. Lo atrae sin remedio.
Guarda silencio y no tarda en distinguir una respiración baja e intranquila. El pulso se le acelera y un nombre brota de sus labios.
—Nadina…
Ahora la ve con claridad y el corazón se le queda en pausa. No da signos de haber escuchado, duerme profundamente, cubierta con una sábana que la cubre solo a medias.
Apoya el Kalashnikov contra la pared, se sienta al borde de la cama y la observa. Ella se agita en sueños. El pelo húmedo por el sudor se le pega a la frente. Hace poco que se lo ha cortado. Ocurrió justo después de que le dijera lo mucho que le gustaba cuando se lo dejaba suelto, así que evitó decirle que estaba incluso más bonita así, con el pelo corto como el de un chico.
La quiere de un modo que no consigue entender, contra toda lógica, con una fuerza que lastima, con el convencimiento feroz e irracional de que debe cuidar de ella. Por eso también soporta sus arañazos, sus ataques de pánico, las crisis de llanto; la sostiene para que no caiga cuando se asoma al abismo que amenaza con tragarse a ambos.
—¿Cuánto llevas ahí?
Y la desea aún con mayor intensidad de la que la ama.
Ha despertado y lo mira como si hubiese hecho algo sucio, aunque ni siquiera se ha atrevido a rozarla. Pero con frecuencia tiene la sensación de que Nadina adivina sus pensamientos y con eso es más que suficiente.
Lucha por no dejarse distraer. A menudo juegan a ese juego y es ella la que vence. No va a dejar que lo haga esta vez. Coge la mochila y saca un paquete del interior.
—Muy poco. Acabo de llegar. Iba a despertarte. Te he traído comida.
—No quiero nada. Llévatelo.
Se da la vuelta y arrastra consigo la sábana. La espalda —y más allá de la espalda— queda al descubierto. Duerme desnuda. Las únicas prendas que posee son las que lava antes de acostarse. Ha tratado de ocuparse de eso, pero no es nada fácil conseguir ropa interior de mujer en Grozni.
—¿Estás segura de que no quieres probarlo?
Tiene que ser paciente, tentarla.
—Está bien, me lo comeré yo. —Desenvuelve el paquete y le da un bocado a un muslo de pollo frío.
No hay respuesta.
—También he traído dulces.
Solo tarda un par de segundos en girarse.
—¿Qué dulces?
—Míralo tú misma.
Se incorpora sujetando la sábana contra el pecho y descubre el bollo relleno de crema.
—¿Está blando?
—Está recién hecho. Lo he robado del comedor de los oficiales.
Sonríe y Nadina también lo hace. Le calienta el corazón verla sonreír, pero le sujeta la mano cuando intenta coger el bollo.
—Aún no. Antes debes comer algo.
Hace un gesto de fastidio, pero no discute. Se sienta sobre la cama, coge un pedazo de pollo, le da un bocado y lo mastica con lentitud. Él no le quita la vista de encima. Ella lo nota. Le devuelve una mirada turbia, procaz, y deja caer la sábana.
—¿Contento?
Exhibe su cuerpo sin el menor pudor. Le provoca. Lo hace todo el tiempo, aunque no los primeros días. Los primeros días no dejaba que la tocara, huía cuando se acercaba y no permitía que se ocupara de ella. Cuando perdió a su familia por su culpa —eso fue lo que le gritó: «Tú, tú los has matado, tú has dejado que mueran»—, Nadina ni tan siquiera soportaba su presencia. Cuando la encontró drogada y sin sentido y le buscó un refugio para que no la destrozaran las alimañas que poblaban Grozni, ella aseguró que no le perdonaría nunca. Y cuando se puso violento y le gritó que era estúpida y la presionó para que le dijese cómo había conseguido el dinero con el que comprar la droga, ella le gritó a su vez y le explicó con todo detalle cómo había dejado que se la follara aquel tipo y luego le escupió que lo prefería, prefería a cualquiera antes que a él.
—Tápate.
Se ríe y se exhibe aún más. Adopta una postura obscena. Abre las piernas. La pose lasciva, abandonada, los senos despuntando, el vello púbico señalando el camino. Tiene el pedazo de pollo en una mano y la otra entre los muslos. Saca la lengua y hace un gesto vulgar. Lo hace como si fuese una broma, como si se burlase.
No sabe si Nadina alcanza a entrever la fuerza del deseo que provoca en él o si lo subestima.
Ojalá fuese lo segundo.
—¿No es esto lo que quieres?
Se abalanza sobre ella. La comida cae encima de la cama y ya no le importa si se alimenta en condiciones, le da igual si le manipula o si desearía más que ninguna otra cosa verlo muerto.
La besa como si fuera él quien llevase días sin comer y Nadina lo único que puede saciarle. La ama más que a cualquier otra persona u objeto por el que haya podido albergar amor, cariño o deseo a lo largo y ancho de su vida. Pero no tarda en notar su tensión. Y lo odia. Odia sentirla así: rígida, ausente, recordándole que no es más que un invasor y nunca será bienvenido.
Se obliga a frenarse, se esfuerza por llevarla a su terreno. Sabe cómo hacerlo, cómo hacer gemir de placer a una mujer, cómo conquistar a Nadina.
Succiona los brotes rosados de sus senos, toma posesión de su boca, devora su sexo. Ella se derrite, se vuelve dúctil y maleable, sensible a sus caricias. Suspira, se retuerce y gime.
El deseo es enloquecedor, absoluto. Necesita aplacarlo. No se quita el uniforme, solo libera la abertura del pantalón y la atrae con fuerza.
Nadina se queja con un gemido ronco. Le preocupa ser demasiado grande para ella, que es pequeña y estrecha, pero lo olvida, igual que lo olvidó la primera vez, cuando lo despertó en medio de la noche y le pidió que la dejase dormir junto a él y se acostó a su lado desnuda y temblando.
La ve cerrar los puños y morderse con fuerza los labios. Él la besa, murmura palabras apresuradas y dulces: «mi pequeña», «mi vida», «mi amor», «Nadezhna», «Nadezhna».
Ella suplica, le ruega:
—No me dejes. No te marches tú también.
—No te dejaré. Te sacaré de aquí. Nos iremos lejos.
Se lo ha prometido. Va a llevársela de esa habitación inmunda, de esa ciudad arrasada y maldita. Va a hacerla feliz. No importa lo que tenga que hacer para conseguirlo. Ha elegido un partido y lo sacrificará todo para entregárselo, para conseguir su perdón, para que también lo ame.
—¿Cuándo? —solloza mientras él toma una de sus piernas por debajo de la rodilla, la eleva y la abre para entrar más profundamente, todavía más, en ella.
—Pronto, muy pronto.
Su expresión refleja a un tiempo éxtasis y tormento. Nadina abre la boca, inclina la cabeza hacia atrás, deja todo el cuello expuesto. Tan delicada y frágil. La visión le perturba, le bloquea.
Apenas se resiste. Las manos se le van sin querer. Necesita acariciarla, hacerla suya, recuperarla. Ella deja escapar un quejido suave, se estremece, abre los ojos, sus grandes ojos oscuros, y se lo pide.
—Hazlo. Hazlo ahora. Sácame de aquí.
La realidad pierde consistencia. El aviso de alerta retorna, suena una y otra vez. ¿Por qué está allí? ¿Por qué ha regresado a ese lugar? Ya es tarde para rectificar. Debería haber prestado atención antes.
—Olvídalo.
Se aparta, pero Nadina le sujeta, le toma las manos y las coloca en torno a su cuello.
—Estará bien. Solo un poco. Tú sabes cómo.
Tiene razón, lo sabe, ha ocurrido más veces. Puede adivinar lo que sucederá después, lo que dirá. «Un poco más. Solo un poco más».
—Confío en ti. Sé que no me harás daño. Lo prometiste. Por favor.
Su piel cálida, su tono suplicante: «Por favor, por favor…».
Y es tan tentador, tan fácil ceder. Se ve haciéndolo. Estrecha su cuello, siente latir su vida en sus manos, reconoce el estremecimiento, la agonía, el vértigo, la lucha desesperada por tomar aire. Si se equivocase, si tan solo soltase un segundo tarde…
Sus ojos están vidriados. Lágrimas de rímel mojan sus pestañas.
—Hazlo, Dima. Hazlo de una vez. Acaba con esto.
Y ambos conocen la verdad, que en el fondo ella le aborrece y que en aquel instante él siente lo mismo hacia ella. Odia que le arrastre hasta ese punto, que le mienta. «Confío en ti». Mentira. Mentira. Mentira.
Cierra los ojos para no verla y sus manos se crispan alrededor de su garganta. Espera su lucha, su intento inútil por desasirse, pero no es Nadina quien trata de liberarse. Es su propio cuerpo el que se tensa, son sus pulmones los que se cierran, es a él a quien le falta el aire, quien se ahoga desesperado.
Y aunque no duda de que lo merece, reconoce algo más.
No quiere. No va a rendirse. Tampoco va a abandonar esta vez.

¿Qué te ha parecido? Cuéntame! Y antes de acabar, por si fuera poco, os dejo con el booktrailer: 



2 comentarios:

  1. Ay madre... Marisa en su estilo, echando el resto ya en el primer capítulo. ¡Qué ganas de conocer la historia de Dmitri!

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  2. Impactante inicio!! Que bien explica en unas pocas línias la dependencia de ambos y como imaginas el horror por el que han pasado. Deseando leerlo 📗💞

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