Semana del Libro con Silvia Sancho

viernes, 24 de abril de 2020

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¡Hola! ¿Qué tal lo pasásteis ayer? ¿Qué lectura os acompañó? Hoy, viernes, Silvia Sancho os propone un plan diferente, nos trae una protagonista inédita, una lectora con la que nos sentiremos identificadas y un fin de semana que promete ser épico.

Cuando la magia comienza en un cámping y entre las páginas de un libro, todo puede pasar; en la trilogía Madrid, las calles de la capital forman un telón de fondo que va acompañando a los protagonistas por rincones únicos, tan suyos que al recorrerlos crees verlos también. El verano que aprendimos a volar, La aventura de saltar contigo y La aventura de soñar despiertos te están esperando si aún no los conoces . Aquí hay muchos guiños, ¡que no se te escape ninguno!



«El día del libro para una lectora es el equivalente a la mañana de Reyes para una niña. En mi agenda, al menos, es el evento más destacado, incluso por encima de mi cumpleaños. Siempre he planeado al minuto el 23 de abril para poder disfrutar de toda la oferta cultural que ofrece mi ciudad: Madrid. Rutas por el Barrio de las Letras, conferencias en la Fundación Telefónica, la feria de los Libros Mutantes de la Casa Encendida y la imprescindible Noche de los Libros. Por eso, por mi casi sagrada devoción a ese día, no guardo un buen recuerdo de 2020. También por eso, el 22 de abril 2021 estaba eufórica. Me acosté pronto y todo, tentada de dejar junto a mi estantería favorita un platito con galletas y un vaso de leche.
La alarma del móvil me despertó a las seis de la mañana, dos horas antes que si hubiera tenido que ir a la academia donde me preparaba las oposiciones. Mi hermana todavía roncaba en la habitación de al lado y mis padres, en la de enfrente. Me duché y me vestí, empleando el mínimo ruido imprescindible, y salí de casa en dirección a uno de esos Vips que conservan en la entrada una boutique con librería; allí adquirí las dos primeras joyas del día: la ansiada traducción del Moranifesto de Caitlin Moran y la tercera entrega de la saga de Juan Gómez Jurado protagonizada por Antonia Scott; también desayuné como una reina —en mi caso más blanca que roja— antes continuar con lo planificado.
De la feria de los Libros Mutantes salí un poco más pobre, pero infinitamente más feliz. No paré de sonreír mientras recorría el Barrio de las letras. Agradecí poder sentarme en el auditorio de la Fundación Telefónica: ya cargaba con dos bolsas a rebosar de libros. Mis tesoros. Los coloqué en el asiento de al lado, como si fueran un espectador más, y me dispuse a silenciar el móvil; entonces fue cuando me di cuenta de que, en el grupo de WhatsApp que tenía con mi hermana, parte de sus colegas, varios primos, dos vecinos y mi inseparable amiga, había más de un centenar de mensajes sin leer. En resumen: se estaban organizando para pasar el fin de semana en el campo. Era algo bastante habitual desde que en nuestras vidas irrumpió «el bicho», nadie quería pasar dentro de cuatro paredes más del tiempo imprescindible, y hasta me pareció buena idea lo del camping, pero, ¿durante La Noche de los Libros? Ni de broma.

Yo estoy liada.
Espero que lo paséis genial.

            Varios mensajes llenos de emoticonos y errores ortográficos me acusaron de ser asocial. Los stickers eran casi todos de Belén Esteban, tumbada en un sofá. Mi inseparable amiga me escribió por privado. 

Me apetece mil, tía.
No puedes hacer una excepción?
Porfiiiiiiiii
            Agnes —la de Gru— con ojitos implorantes cerraba el mensaje.
Sabes que no.
Ve tú y así les demostramos de una vez que no somos siamesas.
            
               Estaba a punto de guardar el teléfono cuando recibí otro wasap. Era de él. ¡DE ÉL! El colega de mi hermana que NUNCA me enviaba privados.
Si te lo piensas mejor, yo pillaré el bus mañana.
Podemos ir juntos.
            La conferencia comenzó en el auditorio y yo todavía pestañeaba ante el mensaje. Fue un asistente, sentado a la derecha de mis libros, el que me sacó de la inopia con un sonoro carraspeo.

            Vale, gracias.

            Él no me contesto y tampoco se fue de mi cabeza durante la conferencia, ni mientras recorría el centro de Madrid de librería en librería, de evento en evento. Eran más de las doce de la noche cuando llegué a casa. Estaba agotada, pero no podía dormir. De madrugada asumí que no iba a pegar ojo y… me puse a preparar la bolsa para ir al camping. Total, iba a dedicar el finde a leer; podría hacerlo igual respirando aire libre.
            Conseguí aguardar hasta las ocho de la mañana para escribirle.

¿A qué hora vas a coger el autobús?
            Hasta las nueve y media no me respondió.

¿Siempre madrugas tanto los sábados?

            No tenía intención de confesar que me había desvelado su anterior mensaje, así que, mentí:
Casi siempre, sí.
Pues tendrás que echarte la siesta o esta noche no vas a aguantarme nada.

            «AguantarME». Mi lado más pervertido me alzó una ceja.
No estoy cansada.

Curiosamente, eso era cierto: aunque no había dormido ni un minuto estaba llena de energía. ¿Las feromonas sexuales interferían en la producción de melatonina? Debía repasarme ese tema… otro día.

Bueno es saberlo.
Nos vemos en el intercambiador de Moncloa, ¿a las once?
Perfecto.
Hasta luego.

Él me envió el emoticono que lanza besitos con forma de corazón. Alcé la otra ceja y, cuando creí lo que estaba viendo era cierto, levanté el brazo derecho, estiré el dedo anular, el índice y el corazón y pronuncié con solemnidad: «Que comiencen los juegos del camping».
No supe de donde había salido aquella Katniss-metamorfosis, pero lo cierto es que me sentí valiente. Después de ducharme y arreglarme, hasta me vi más guapa frente al espejo del armario. ¿También estaba más delgada? Y… ¿eso que abultaba bajo el jersey eran mis…? Vaya, vaya… Por fin habían aparecido. Sabía yo que lo de comer almendras daría resultado tarde o temprano.
Salí de mi dormitorio, mochila al hombro, como si fuera una influencer grabando un Tik Tok. Media docena de pasos garbosos después, en medio del salón, mi gato me miró con desprecio.
 —A que te hago el challenge del chóped… —le amenacé.
Mi gato bostezó antes de lamerse la entrepierna: su pasatiempo favorito.
Llegué al intercambiador de Moncloa a las once menos diez y él ya estaba allí. Dicen que no hay que juzgar un libro por la portada, pero, jo, es que, si colocaran su sonrisa en una cubierta, compraría la primera edición entera. Y, seguramente, la segunda.
            —¡Hola! —me dijo.
            Y con esa simple palabra, con la alegría de su tono, yo ya estuve tentada a preguntarle si me podía ayudar a estrenar lo que daba un nuevo volumen a mi jersey.
            —Hola. ¿Ese es nuestro bus? —Señalé el estacionado en la dársena aledaña.
            —Sí, vamos.
            Ambos deslizamos nuestro abono por el lector después de saludar al conductor y nos sentamos junto a la puerta trasera. Apenas subieron al bus media docena de pasajeros más antes de que iniciáramos la marcha.
            —Me alegro de que te hayas animado a venir —me dijo él con aquella sonrisa digna de best seller.
            —Sí, yo también me alegro. Me apetece más de lo que pensaba esta escapadita. —Tragué saliva en intenté disimular mis intenciones—. Hace poco he leído una serie ambientada, gran parte, en un camping y tenía ganas de ir a uno.
De pronto, recordé que el camping de los libros estaba en la misma sierra de Madrid a donde nos dirigíamos. Sonreí de oreja a oreja. Él me miró con extrañeza y sacó el móvil del bolsillo.
—¿Cómo se titulan?
—El primero es «El verano que aprendimos a volar».
Tecleó el nombre y, al poco, suspiró.
—Son románticos.
—Sí, ¿por? —Fruncí el ceño mientras rezaba para que no fuera uno de esos cretinos género-fóbicos.
—Porque, por un momento, he pensado que las historias podían ser en plan Viernes 13: un montón de jóvenes que mueren desmembrados en un camping. —Sonrió—. Pero, si son de amor, ya me quedo más tranquilo. Me gustan ese tipo de historias. Sobre todo, las que acaban bien.
—Ya, seguro… —me burlé.
—¿No me crees? —Se hizo el ofendido—. Yo también lloré cuando Katniss se quedó con Peeta, ¿vale?
Miré por la ventanilla para ocultar mi cara de satisfacción total y elevé la vista al cielo. Aquello tenía que ser una señal divina, por lo menos. ¿Era prudente pedirle matrimonio ya o mejor me esperaba a llegar al camping? Me decanté por la segunda opción poco antes de que el autobús se detuviera en nuestra parada.
Cruzamos la carretera de doble sentido y continuamos a pie por un camino de tierra; al fondo se atisbaba el control de acceso del camping y una pequeña edificación con el techo de tejas castellanas, igual a la descrita en los libros.
—Voy a escribir a estos —dijo él.
Gracias a ese mensaje pudimos dar los números de nuestras cabañas en el interfono que había en el acceso. Aun así, tuvimos que entrar en recepción para registrarnos. Él me cedió el paso en la puerta. Le agradecí el gesto, entré y saludé a una chica que había tras el mostrador. Era rubia, pecosa, de figura espigada, con los ojos de un color indefinible… «Lara» leí en la chapa que llevaba prendida en el polo. Parpadeé.
—Bienvenidos al camping, chicos. ¿En qué puedo ayudaros?
Mientras él se lo explicaba y mi mente volaba a mil por hora —intentando encontrar una explicación lógica a que aquella chica fuera idéntica a la protagonista de uno de los libros—, conseguí sacar el DNI del monedero.
Lara empezó a anotar nuestros datos en el ordenador cuando la puerta que teníamos a la derecha se abrió.
—Ya está lista esta mierda —dijo un chico grande, fuerte, con el pelo rizado y denso, tan oscuro como sus ojeras; dejó sobre el mostrador un taco de trípticos publicitarios después de saludarnos.
—Gracias, Sergio —le dijo la recepcionista.
Y, a mí, me entró la risa. ¡Era el prota del tercer libro! Intenté disimular con toses, pero los tres me miraron con extrañeza. Él me preguntó:
—¿Qué te pasa?
—Nada, es que me he acordado de una cosa…
Miré a Lara y abrí la boca para averiguar si era quien yo pensaba, pero… No. Aquello sonaba demasiado loco.
—Si no me necesitas para nada más —le dijo Sergio—, me voy al súper.
—Claro —dijo la rubia—, allí seguro que puedes echar una mano.
—O las dos. —Sergio guiñó un ojo antes de despedirse y salir de recepción.
—Vale, pues… os devuelvo los carnets —Lara nos dio los DNI— y ya estaría todo. Que disfrutéis del camping.
—Seguro que sí —dijo él.
—Gracias —musité yo.
Mientras avanzábamos en dirección a un parque aledaño a un edificio bastante grande empecé a autoevaluarme por si lo que me estaba sucediendo era grave: mis articulaciones respondían con sincronía, ambos oídos captaban sonidos con claridad, mi vista era capaz de enfocar sin esfuerzo… Podía ver con claridad que, el hombre que estaba columpiando a un niño en el parque, era verdaderamente atractivo. Al acercarnos a ellos, me di cuenta de que debían de ser padre e hijo. Las pocas nubes que había en el cielo cubrieron al Sol un segundo y, después, un rayo de luz cayó directamente sobre los ojos del padre. Eran de un verde apabullante. Trastabillé… El tropiezo se convirtió en salto cuando le escuché decir:
—¿Lo dejamos un poquito, Guille, y vamos a ver a mamá?
—¡Hola! —nos gritó el niño.
Le saludamos con la mano y continuamos la marcha. Yo, cada vez más convencida de que, aunque mi cuerpo dijera lo contario, estaba a punto de sufrir un accidente cardiovascular. De ahí las alucinaciones con los personajes de los libros… Porque eran eso, ¿verdad?
Casi llegando al lateral izquierdo del edificio, donde estaba la terraza del restaurante, oí el bullicio de nuestro grupo. Ocupaban tres mesas que habían juntado; sobre ellas había media docena de teléfonos, uno reproducía trap. Mi primo perreaba junto a la cabecera cercana a la puerta del restaurante, otra media docena de teléfonos le grababan. Apenas nos prestaron atención. Una reunión muy normal, vaya…
La puerta del restaurante se abrió hacia fuera con el trasero de una chica bajita, morena, con el pelo muy corto. Cargaba con tres jarras de cerveza de las grandes y una ristra de vasos de papel. Sirvió dos jarras y la tercera se la dio a mi primo en mano.
—Esta para ti, Shakira —le dijo antes de sacudirle una palmada en el hombro.
Todos reímos, ella incluida. Hizo un barrido con la mirada por nuestras caras y se detuvo en nosotros.
—¿Llegáis ahora? —nos preguntó. Ambos asentimos con la cabeza—. Entonces habéis pasado por el parque. ¿Habéis visto a un tío guapísimo con un niño? —Volvimos a asentir—. ¿El guapo seguía entero?
—Sí —le dijo él entre risas.
—Entonces me da tiempo a currarme unas tapitas para las cervezas. ¿Os traigo algo a vosotros?
Una última negación nos despidió de la camarera.
—Yo debería ir al súper —me dijo él—. No me ha dado tiempo de comprar mi parte esta mañana.
—¿Tu parte?
—Pusimos en el grupo lo que debía traer cada uno. ¿No lo leíste?
—Por encima…
            Me sonrió y señaló un camino de gravilla.
            —Tú primero, gorrona.
Rodeamos la terraza para llegar al súper. Nos extrañó un poco encontrar la caja vacía. Deambulamos por los lineales hasta que localizamos los macarrones, el pan de molde y los refrescos. Al pasar por la sección de congelados encontramos a la cajera, estaba sentada en un arcón frigorífico, pero no parecía pasar frío, más bien al contrario: tenía a Sergio entre las piernas.
            —Joder… —Él se rio.
            —Creo que van a hacer justo eso en cuanto nos marchemos.
            Por lo que tardaron en cobrarnos, creo que lo hicieron antes de que nos fuéramos.
La cajera tenía la cara colorada, como a ronchones, cuando ocupó su puesto. Se disculpó con una sonrisa, que nos descubrió un diastema entre sus incisivos superiores, mientras nos hacía la cuenta.
            —¿Queréis una bolsa?
            —No, gracias —dijo él, cogiendo las cosas.
            Ella nos sonrió y señaló mi collar: un cordón de cuero con un corazón de piedra negra, que me habían regalado en una Feria del libro.
            —Me encanta.
            —Obvio —asentí, dando por hecho que estaba soñando.
            Esa teoría, la del delirio onírico, era la más sólida a la que podía agarrarme. Prácticamente me convencí de ello cuando íbamos de camino a las cabañas para dejar la compra y las mochilas. A la altura de las pistas de tenis, justo en frente de la piscina, escuché un canturreo. «Voy a vivir el momento, para entender el destino». Era la canción Vivir mi vida de Marc Anthony. Ay. Ay. AY.
            —¿Por qué te paras? —me preguntó él.
            —No, por nada… Es que se me ha metido una piedrecita en la zapatilla.
            Fue soltar esa mentira y caerme del cielo un peñascazo como castigo. Bueno, más bien, fue pelotazo. Directo a uno de mis mofletes. El impacto fue tal que terminé patas arriba en el camino. Él se agachó, muy preocupado. Antes de que pudiera preguntarme si los pajaritos que veía eran o no reales, unos pasos al trote acercaron al dueño de la pelotita.
            —Qué puta puntería, macho —se dijo a sí mismo. También se agachó junto a él. Yo no sabía dónde mirar. Tenía demasiada belleza alrededor. Y pajaritos…—. Menudo zambombazo te he metido… —Pues sí. Y sin encimera de por medio como en mi fantasías—. Lo siento mucho. Vamos a levantarte, ¿de acuerdo?
            Los dos me sostuvieron para ponerme en pie. Estuve por hacerme la desmayada para que me sujetaran otro poco.
            —¿Te mareas? —me preguntó él.
            Tarareé una negación.
            —¿Puedes hablar? —me preguntó el tenista.
            —Claro. —Sonreí como una boba—. Tú pides, yo vuelo.
            Ninguno de los dos chicos me entendió. Ni falta que hizo. Tiré del brazo de él para continuar la marcha y, al llegar a mi cabaña, a los pies de la escalera del porche le pregunté:
            —¿Tú crees en la magia?
            Él frunció el ceño y observó mis ojos.
Dicen que es posible enamorarse con una sola mirada. Yo opino que sin ella también. Estaba colgadísima por él desde hacía años y estaba segura de que nunca me había dedicado un triste vistazo de reojo. Y, por fin, me estaba viendo. Tal cual era. Con mis delirios y todo. Y me jugaba el arco de Katniss a que le interesaba lo que contemplaba.
            —¿Crees o no? —insistí.
            —No estoy seguro —dijo con una sonrisa creciente.
            —Yo tampoco. ¿Lo comprobamos?
            Cuando la curva de sus labios formó una sonrisa llena, le besé. Y, como en los libros, el tiempo, la rotación planetaria y nuestros corazones se detuvieron. Solo un segundo. Solo para coger impulso. Todo empezó a girar después. Deprisa. Más deprisa. Sentí que las estaciones corrían en círculos a nuestro alrededor. Sentí el calor de un día de verano, el de una tarde de manta y sofá de otoño, el del hogar en invierno y una nueva primavera floreciendo en mi interior. Todo se llenó de flores y de luz. Una luz intensa. Demasiado intensa. Molestamente intensa.
            —Venga, arriba, dormilona —escuché decir a mi hermana.
            —Eh… ¿cómo? —Intenté parpadear, pero tenía los ojos medio pegados; me los froté.
            —Que te levantes ya, que son las nueve.
            —Pero…
            Al abrir los ojos fui deslumbrada por la claridad de la calle. Después de pestañear varias veces, pude confirmar que estaba en mi habitación.
            —¿Con qué estabas soñando? —Mi hermana me miró con burla—. Parecía que te estabas enrollando con la almohada.
            Efectivamente, la encontré húmeda y mi boca, seca como el esparto.
            —No me acuerdo —refunfuñé.
            Sabía yo que lo del camping era un sueño, pero…, jo, era un sueño tan bonito…
            —Creo que es la primera vez que te veo con mala cara el día del libro —dijo mi hermana antes de salir del dormitorio. Bueno, al menos, me quedaba el consuelo de tener por delante mi día del año preferido—. Oye… —Se detuvo en la puerta—. ¿Y si nos vamos por ahí este finde? Al campo o así… —No me dejó contestar—. Voy a escribir a estos.»

Soñamos, no solo cuando dormimos, también cuando leemos, ¿no estáis de acuerdo? Habéis reconocido a todos los protas de la serie Madrid, ¿no?

Muchas gracias, Silvia Sancho ;)

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